Es alucinante la importancia que reviste la imagen para los candidatos protagonistas de esta campaña electoral. Reconozco que tiene que ser muy, pero que muy complicado levantarse cada mañana y abrir el armario para elegir la indumentaria que les permita representar bien el papel acorde al colectivo al que le van a pedir el voto.
Quizá lo más cómodo es vestirse de empresario -de eso saben muchos nuestros políticos- o de sindicalista, porque alguno que otro ya han pasado por ahí.
Pero tiene que ser harto difícil escoger el traje de ecologista, pues el verde no sienta bien a todo el mundo. El de pensionista también lo supongo dudoso, porque ponerse en la piel de un vestido comprado con una pensión mensual de 600 euros no tiene que ser muy chic. Y la vestimenta de inmigrante tiene que ser una indecisión frente al armario, porque lucir broches, oros, corbatas y zapatos de tacón puede resultar extravagante.
Lo que sí tienen claro algunos de nuestros candidatos que están en campaña son las perchas que no han de colgar en este armario tan variopinto, porque por mucho que se estrujen los sesos, no hay disfraz creíble. Se me ocurren los antimilitaristas, porque uno, con poca honestidad que tenga, no puede ir a pedirles el voto mientras permite la Escuela de Pilotos de la Otan; o los gays y lesbianas, especialmente para aquellos que defienden políticas más conservadoras sobre los modelos de familia. Tampoco se pueden disfrazar de 'culturetas', cuando han sido escasas sus apariciones por espectáculos y exposiciones; ni de agricultores, porque algunos de ellos no saben ni lo que es una cepa.
Pero lo más difícil de todo está por llegar: la inolvidable o fatídica noche del 22-M, en la que cada cabeza de lista deberá pensar muy bien qué tipo de vestimenta lucirá ante sus compañeros y afiliados: la de ganador o la de perdedor. Y para eso están los colores: el blanco de la alegría o el negro de la tristeza.
Ana Martínez.
Publicado en La Verdad, 16/05/2011