11.11.09 - La verdad. COLECTIVO PUENTE MADERA
Siguiendo otra costumbre nativa, Charly y yo habíamos subido al cazabombardero con un pedazo de queso, un 'pan sobao' y una navaja, y comenzamos a almorzar mientras sobrevolávamos el área Alborán-Albacete-Teruel.
El alto mando español de la base de Los Llanos había dado instrucciones muy precisas a los participantes en el curso de la Escuela de Pilotos de la OTAN: era preciso integrarse en la vida de los nativos sin alterarla para que nuestra presencia en aquella misión no molestara a los habitantes de Albacete. Intenté camuflarme entre ellos quitándome la gorra de béisbol para sustituirla por una boina, y me enfundé mi blusón paleto y mis pantalones de pana negra. Pero no resultó; me identificaron enseguida, vamos, lo normal, ya que por las calles de Albacete no encontré ni a un solo indígena vestido así. Estaba claro que, de nuevo, los informes secretos de la OTAN sobre las poblaciones autóctonas eran tan malos como los que la CIA le pasaba a Bush.
La noche anterior a la primera misión de vuelo desde Los Llanos estuve con mi copiloto Charly en un típico merendero local, intentando imitar las costumbres de los parroquianos. Cuando nos hinchamos de morcillas, chorizo y vino nos fuimos a la base, pero dormimos fatal. Quizá por eso a la mañana siguiente, cuando pilotaba mi F-18 según lo previsto sobre el área Teruel-Albacete-Alborán, me subió un acceso de vómito que puso perdido el panel de controles. Me recordó aquella vez que a Charly le entró tal diarrea que tuvimos que soltar deprisa los misiles sobre la sede de la radiotelevisión pública de Belgrado para volver a la base echando leches.
Claro que el día del segundo vuelo fue todavía peor. Siguiendo otra costumbre nativa, Charly y yo habíamos subido al cazabombardero con un pedazo de queso, una pan sobao y una navaja, y comenzamos a almorzar mientras sobrevolábamos el área Alborán-Albacete-Teruel. No sé cómo sucedió, pero al abrir la navaja le di al control de disparo, y al intentar anularlo las migajas de pan se colaron dentro del indicador de altitud. Charly gritó no sé qué con la boca llena de queso, y al girarme presioné con el codo a la alarma ataque enemigo. La que se lió. Me metieron una bronca que dejó en mantillas a la que nos largó el comandante Brown cuando nos equivocamos en aquel bombardeo sobre Afganistán y arrasamos una aldea en la que se celebraba una boda.
La última pirula ocurrió durante el vuelo en formación de nuestros treinta aparatos, simulando un ataque aire-tierra. Llevaba yo una bufanda blanca del equipo de fútbol local, el Alba, mientras que Charly se había encajado la boina debajo del casco. Yo había completado mi atuendo de camuflaje con dos moños de manchega llenos de horquillas que me dolían un horror, por lo que me había quitado el casco y no pude escuchar la orden del jefe del escuadrón: «Ataque en formación». Contemplé perplejo cómo los cazas de mis veintinueve compañeros iniciaban un escalofriante picado hacia un objetivo en tierra en la zona Albacete-Teruel-Alborán. Mientras recordaba haber vivido aquello ya cuando machacábamos los barrios de Bagdad y de medio Irak, la bufanda se me enganchó con un moño, e intentando quitármela, sin querer, apreté el botón de eyección del asiento de los dos pilotos. Hay que ver la que se armó; aquello sí que fue gordo. El avión, estampado contra unas viñas, y Charly yo, enganchados con el paracaídas en lo alto de unos chopos del río Júcar. Madre mía, mejor no recordarlo.
En fin, ya no me llamaron para más cursos del TLP en Albacete, aunque, desde luego, me dejaron seguir bombardeando países con mis compañeros de la USAF. Por cierto, antes de irme de Albacete le sugerí al alto mando que dejara que los muchachos siguieran haciendo lo que hemos hecho siempre: pasar de los paisanos e hincharnos de whisky en la cantina de la base, aunque algún día la resaca no nos deje volar. Porque por mucho que los chicos lo intentaran, nunca conseguirían convertirse en unos verdaderos indígenas. Por cierto, menos mal que para bombardearlos no hay ni que verles la cara.
El alto mando español de la base de Los Llanos había dado instrucciones muy precisas a los participantes en el curso de la Escuela de Pilotos de la OTAN: era preciso integrarse en la vida de los nativos sin alterarla para que nuestra presencia en aquella misión no molestara a los habitantes de Albacete. Intenté camuflarme entre ellos quitándome la gorra de béisbol para sustituirla por una boina, y me enfundé mi blusón paleto y mis pantalones de pana negra. Pero no resultó; me identificaron enseguida, vamos, lo normal, ya que por las calles de Albacete no encontré ni a un solo indígena vestido así. Estaba claro que, de nuevo, los informes secretos de la OTAN sobre las poblaciones autóctonas eran tan malos como los que la CIA le pasaba a Bush.
La noche anterior a la primera misión de vuelo desde Los Llanos estuve con mi copiloto Charly en un típico merendero local, intentando imitar las costumbres de los parroquianos. Cuando nos hinchamos de morcillas, chorizo y vino nos fuimos a la base, pero dormimos fatal. Quizá por eso a la mañana siguiente, cuando pilotaba mi F-18 según lo previsto sobre el área Teruel-Albacete-Alborán, me subió un acceso de vómito que puso perdido el panel de controles. Me recordó aquella vez que a Charly le entró tal diarrea que tuvimos que soltar deprisa los misiles sobre la sede de la radiotelevisión pública de Belgrado para volver a la base echando leches.
Claro que el día del segundo vuelo fue todavía peor. Siguiendo otra costumbre nativa, Charly y yo habíamos subido al cazabombardero con un pedazo de queso, una pan sobao y una navaja, y comenzamos a almorzar mientras sobrevolábamos el área Alborán-Albacete-Teruel. No sé cómo sucedió, pero al abrir la navaja le di al control de disparo, y al intentar anularlo las migajas de pan se colaron dentro del indicador de altitud. Charly gritó no sé qué con la boca llena de queso, y al girarme presioné con el codo a la alarma ataque enemigo. La que se lió. Me metieron una bronca que dejó en mantillas a la que nos largó el comandante Brown cuando nos equivocamos en aquel bombardeo sobre Afganistán y arrasamos una aldea en la que se celebraba una boda.
La última pirula ocurrió durante el vuelo en formación de nuestros treinta aparatos, simulando un ataque aire-tierra. Llevaba yo una bufanda blanca del equipo de fútbol local, el Alba, mientras que Charly se había encajado la boina debajo del casco. Yo había completado mi atuendo de camuflaje con dos moños de manchega llenos de horquillas que me dolían un horror, por lo que me había quitado el casco y no pude escuchar la orden del jefe del escuadrón: «Ataque en formación». Contemplé perplejo cómo los cazas de mis veintinueve compañeros iniciaban un escalofriante picado hacia un objetivo en tierra en la zona Albacete-Teruel-Alborán. Mientras recordaba haber vivido aquello ya cuando machacábamos los barrios de Bagdad y de medio Irak, la bufanda se me enganchó con un moño, e intentando quitármela, sin querer, apreté el botón de eyección del asiento de los dos pilotos. Hay que ver la que se armó; aquello sí que fue gordo. El avión, estampado contra unas viñas, y Charly yo, enganchados con el paracaídas en lo alto de unos chopos del río Júcar. Madre mía, mejor no recordarlo.
En fin, ya no me llamaron para más cursos del TLP en Albacete, aunque, desde luego, me dejaron seguir bombardeando países con mis compañeros de la USAF. Por cierto, antes de irme de Albacete le sugerí al alto mando que dejara que los muchachos siguieran haciendo lo que hemos hecho siempre: pasar de los paisanos e hincharnos de whisky en la cantina de la base, aunque algún día la resaca no nos deje volar. Porque por mucho que los chicos lo intentaran, nunca conseguirían convertirse en unos verdaderos indígenas. Por cierto, menos mal que para bombardearlos no hay ni que verles la cara.